El impuesto a las gaseosas responde a una política de salud pública, su fin último no es el recaudo de impuestos, sino desestimular el consumo, y el efecto del impuesto solo podrá medirse después de aplicarlo.
En el marco de la discusión sobre el impuesto a las gaseosas que se incluyó en la reforma tributaria presentada por el nuevo gobierno y del que se venía hablando desde los días posteriores a la elección de Gustavo Petro como presidente, el periódico El Tiempo publicó un artículo titulado “Impuesto a gaseosas afectaría 4 veces más a los pobres que a los ricos”, ya que “el peso de estos productos en los hogares pobres en su mercado mensual es 4,7 veces mayor, lo cual haría que sea un impuesto regresivo porque les cobraría más a los pobres que a los ricos como proporción del ingreso que reciben los primeros”, explica el medio de comunicación.
Después de confrontar los conceptos desde la salud pública y la economía, RedCheq califica el titular como discutible, pues aunque hay panoramas opuestos entre si funcionaría o no como estrategia para desestimar el consumo o solo obligaría a que los consumidores paguen más por las mismas bebidas, la forma como impacte solo se puede medir después de implementada la medida.
La propuesta de reforma tributaria que se radicó indica lo siguiente: “las disposiciones contenidas en esta iniciativa legislativa proponen la creación de un impuesto a las bebidas azucaradas, de tal manera que el hecho generador del impuesto corresponda a la producción y consecuente primera venta o importación de bebidas. La base gravable del impuesto correspondería al contenido de azúcar en gramos (g) por cada 100 mililitros (ml), mientras que la tarifa se define a partir de tres categorías asociadas a la cantidad de azúcar incorporada en cada una de las bebidas (Tabla 4). Esta diferenciación tarifaria contribuye a promover la reducción del consumo de los productos con mayor contenido de azúcar, al tiempo que incentiva a la oferta a reformular el contenido de azúcar que tienen los bienes producidos (Banco Mundial, 2020)”.
Según el informe Impuesto a las bebidas azucaradas: una idea a favor de la salud pública, de Dejusticia, los hogares de menores ingresos “son quienes más consumen este tipo de productos” y por ende quienes más padecen enfermedades asociadas a este consumo como sobrepeso, obesidad y hasta “caries dentales y otros problemas de salud oral, diabetes tipo II, síndrome metabólico, riesgo de enfermedades cardiovasculares y al menos doce tipos de cáncer” según el Banco Mundial parafraseado por Dejusticia, este impuesto inevitablemente sí impactaría a las personas de ingresos más bajos y medio bajos, pero no se puede asegurar que será exactamente como sostiene El Tiempo, ya que ellos se basan solamente en que las personas pagarán más por adquirir el mismo producto, sin considerar que se desestimule el consumo, y esto depende de cómo se implemente el impuesto, las medidas adicionales y cómo reaccionen los consumidores.
Lo anterior, debido a que este impuesto, más que pretender una recaudación, busca desestimar el consumo tal como lo sostuvo el mismo ministro de Hacienda el 21 de julio ante medios de comunicación: “vamos a incluir en bebidas azucaradas y comidas ultra procesadas, es una norma de salud pública, de hecho es un impuesto que se espera que desaparezca con el tiempo porque esperamos que esas bebidas y esas comidas se vayan reduciendo en términos de consumo”. Por lo cual, persigue evitar su consumo y no hacer que las personas empobrecidas paguen más caro por consumir lo mismo. Más bien, en consecuencia se aspira a la disminución de gastos asociados con la atención de la enfermedad que son asumidos por las personas que padecen las complicaciones en salud, sus familiares y el Estado. Pero este interés, que ha sido manifestado por el ministro Ocampo, también es algo que obviamente depende de su aplicación y solo se comprobará tiempo después de implementada la medida.
“A largo plazo el impuesto impacta de manera positiva en los grupos más vulnerables; en tanto que mejora su salud, reduce los costes asociados al tratamiento de ECNT (enfermedades crónicas no transmisibles), aumenta la productividad e incrementa el ingreso de estas familias (World Bank, 2020, p. 39). Dado que son las familias de menos recursos quienes más consumen este tipo de bebidas, serían ellas también las que en mayor medida se benefician con este impuesto (Allcott et al., 2019; Sassi et al., 2018). Entonces, lejos de ser una carga desproporcionada a los más desaventajados, el impuesto es una medida fiscal que, a largo plazo, favorece el derecho a la salud y la alimentación de los grupos más vulnerables”, refiere el informe de Dejusticia.
Además, debido a que en Colombia, según el Ministerio de Salud, la obesidad y la diabetes hacen parte de las ECNT, Dejusticia sostiene que otro efecto del impuesto “sería la reducción en los gastos del sistema público relacionados con la atención de ECNT asociadas al consumo de bebidas azucaradas. Para 2016 se destinaron más de 25 billones de pesos anuales de los recursos en salud a la atención de enfermedades prevenibles en Colombia. Sumado a esto, tan solo el gasto por diabetes atribuible a bebidas azucaradas se estima en más de 740000 millones de pesos al año (Cadena Gaona et al., 2016). Una política que logre disminuir el consumo de estas bebidas y, por esta vía, logre reducir la incidencia de la obesidad y el sobrepeso generaría ahorros importantes en el sistema de salud que benefician a la población en general”.
La perspectiva económica
Por su parte, Henry Amorocho Moreno, economista y docente de la Universidad del Rosario, explica que claramente el impuesto “aumenta los precios, ya que el empresario no se queda con el impuesto, sino que lo traslada al consumidor”, quien es el perjudicado. “El efecto directo sería sobre la población vulnerable, sin embargo, hay un objetivo y es el de salud”, añade. Amorocho también expone que esta disposición “actúa sobre una posible reducción del consumo, pero estos bienes en economía tienen el efecto sustitución”, es decir que “el consumidor tendrá que elegir si cambia esa bebida por otra más saludable y barata o continúa comprándola”. En esta vía, “toca ver lo que vaya a suceder en el mercado porque puede suceder que las personas sigan consumiendo así hayan incrementado los 300 pesos del impuesto o pueden trasladarse a otro tipo de bienes”, enfatiza Amorocho.
Asimismo, Amorocho señala que “dado los niveles de inflación que hay actualmente habría que pensar un poco en la posibilidad o conveniencia de colocar un impuesto como este”, ya que implica que se sume el encarecimiento del impuesto más el de la inflación. En esto también coincide el economista con maestría en economía aplicada, Martín Jaramillo.
El presidente de la cámara de representantes, David Racero, declaró en WRadio que este impuesto pretende “castigar unos productos nocivos para la salud de los colombianos y de los niños, mejorar justamente los precios de los bienes complementarios de la canasta familiar, insistimos frutas entre otras, y con eso mejorar las finanzas del sistema de salud (...) lo único que está detrás afectándose, entre comillas, es una industria muy poderosa económica que hace todo el lobby, la presión para que no se aprueben este tipo de reformas”.
Se necesitan hábitos saludables
Carolina Piñeros, directora de Red PaPaz, indica que “este impuesto tiene amplia evidencia de su costo efectividad y es una medida efectiva para proteger precisamente la salud y nutrición adecuada, pero también al medio ambiente” y explica que “sí hay un tema de desigualdad frente al consumo de bebidas”, sosteniendo lo acotado por Dejusticia en cuanto a que la población más empobrecida del país es quien más consume bebidas ultra procesadas endulzadas y quien más padece las enfermedades asociadas quedando estancada en “una trampa de pobreza”.
Para ella también se espera que al desincentivar el consumo de estas bebidas las personas “se trasladen a hidratarse con agua y consumir más frutas”, en lo cual el Estado debe jugar un papel importante, tomando otras medidas paralelas para ayudar “a mejorar el acceso a alimentos saludables” apoyando, por ejemplo, a los productores de frutas y verduras y garantizando el acceso a agua potable, ya que es incomprensible que en municipios donde no hay acceso a este servicio la opción que les queda es consumir bebidas ultra procesadas, recalca.
Es necesario que en el país existan unos entornos escolares saludables, ya que el consumo de estas bebidas no “afecta solo a los más pobres sino a la población escolar: niños, niñas y adolescentes”, añade Piñeros. En este mismo aspecto, Dejusticia plantea como necesario sumar a la medida del impuesto, “el etiquetado frontal de advertencia, la regulación de publicidad de productos no saludables dirigidos a público infantil o la promoción de entornos escolares saludables”.
Similar piensa Amorocho, quien dice que “los programas de salud tendrán que hacerse también como programas de gobierno” para “hacerle entender a la población que este tipo de bebidas no son tan buenas para la salud, pero eso lleva un tiempo y desde luego tiene que darse un enfoque sistémico de los programas de salud pública con la parte tributaria”.
Por otra parte, este tipo de impuestos obliga a que las industrias diversifiquen su oferta y tengan “que irse moviendo a otro tipo de productos y de portafolios” menos nocivos para la salud, menciona Piñeros y explica que en Colombia este impuesto a “industrias como Postobón, que solo tiene bebidas, los va a impactar más negativamente que a otras industrias que están mejor preparadas, usualmente las que tienen trabajo en otros países ya se vienen preparando con un portafolio de productos más saludables como es el caso de Frito-Lay” y Coca cola.
Jaramillo expresa que la medida suscita exageraciones “es un impuesto que no va a quebrar la industria, sino que le va a pegar sobretodo a los consumidores, y es cierto, y tampoco es que vayamos a tener grandes resultados en salud” ya que estima que “para cambiar un mundo entero a hábitos de vida más saludables no se va a lograr ni con un impuesto, ni con un etiquetado, ni con diez estrategias conjuntas en el corto plazo, esto toca con tiempo y de la mano de todo el mundo” y, según él, “lo principal de todo esto es admitir que todavía no tenemos muy buenas herramientas para lograr muchos resultados de salud pública y pues que el impuesto, por lo menos en contexto colombiano, no tiene un potencial de ganancias muy grandes”. Concluye analizando que “no podemos depender solamente de campañas del gobierno, tiene que ser una visión articulada con la industria” con el fin de que “se alinee para el mismo lado de generar y permitir que haya consumidores más informados”.
En este panorama, Dejusticia igualmente acota, en una parte de su informe, que la medida debe implementarse apropiadamente, porque “si la política no logra desincentivar el consumo de estas bebidas, los hogares más pobres se verían más afectados por la medida, en tanto que no lograrían compensar en beneficios a su salud los costes asociados al incremento de precio”, por lo cual recomienda que “si los recursos se invierten en bienes y servicios públicos que benefician en mayor medida a las personas y hogares de menores ingresos —como infraestructura para la provisión de agua potable, la mejora en cobertura y calidad de los sistemas de salud y educación pública o en programas sociales focalizados a esta población—, se puede compensar la posible regresividad”.
Finalmente, el informe Impuesto a las bebidas azucaradas: una idea a favor de la salud pública también es claro al referir que lo más conveniente es que la base gravable sea la cantidad de azúcar de los productos “porque la tarifa está dirigida hacia el componente que causa los impactos negativos del consumo de bebidas azucaradas. Esto incentiva a los consumidores a sustituir estos productos por alternativas más saludables (con menos azúcar), mientras las empresas buscan la manera de reformular sus productos disminuyendo el contenido de azúcar (Grummon et al., 2019)”.